En un pueblo costero ubicado en un lugar lejano y un tanto olvidado de la península de Nicoya, Costa Rica; vive un pueblo que es un pequeño paraíso. Al este, el Océano Pacífico lo refresca con incesantes olas de cristalinas y tibias aguas de un mar que de lejos se ve turquesa, las cuales caen rendidas una tras otra en las blancas arenas de su espectacular playa que tiene la forma de un cuarto creciente lunar, dejando una estela de conchas y caracoles cuando las aguas se retiran después de haber saciado la sed de las viejas arenas que han conformado aquel Edén.
La playa de más de cien metros de ancho cuando la marea baja, está rodeada de una densa orla de color verde oscuro; formada por el exuberante follaje de una enorme cantidad de almendros con sus hojas verde pálido y tonos dorados, que se entremezclan con el tupido verdor de las hojas de los árboles de espavel; sobresaliendo al azar y de manera cuantiosa, incontables palmeras de todos los tamaños que por su altura, dejan al descubierto sus racimos con abundante cantidad de drupas, perseguidas por los turistas.
El pueblo se extiende sobre una franja de tierra de unos cinco kilómetros de largo y dos de ancho que circunda por el oeste un caudaloso río de frescas y mansas aguas. Haciendo en su recorrido una gran cantidad de pozas, quizás más de una docena, donde los lugareños: hombres y mujeres de todas las edades se refrescan en los secos y calientes veranos de la región. El río que desciende de altas montañas del oeste, después de correr paralelo al mar por media decena de kilómetros, da un giro hacia el este, para desembocar en el Pacífico.
Desde siempre se ha llamado Río Espabeles, ya que sus riberas están saturadas de abundantes árboles de esta clase, que dan fresca sombra en los meses del estío y sus hojas se convierten en una espectacular alfombra natural. Entre la franja que forma el río y la playa "vive" el pueblo de Espabeles del Río. Casas centenarias y humildes como sus habitantes regadas al azar a cierta distancia, que han ido dejando que las propiedades que están frente a la homónima playa, se vayan llenando de pequeños hoteles, palenques, restaurantes, bares y otros comercios.
Nació cuando algunas familias campesinas, a finales del siglo XIX se instalaron en aquella zona, de torrenciales aguaceros de agosto a octubre y de calientes y secos veranos que se extienden desde noviembre hasta mayo. Valientes trabajadores que, a pesar de lo inhóspito del lugar, lo lejano, el calor, zancudos y serpientes venenosas; desaguaron muchas lagunas que había en la zona y las transformaron en fértiles llanuras para sembrarlas de arroz, algodón, melón y otros cultivos; además de extensos pastizales para el ganado que desde lejos parece una mesa de billar.
El Río Espabeles de verano es un grato amigo que invita a todos con su ronco acento a disfrutar de su calma y frescura, corriendo sin prisa y majestuosamente entre grandes piedras y raíces de centenarios árboles. En invierno sufre un profundo cambio, convirtiéndose en un enemigo que ha segado la vida de muchos hombres y animales con sus crecidas tormentosas, donde el agua, ingrediente fundamental de la vida, se convierte en una poderosa fuerza de destrucción. El río da la vida y la muerte, binomio que forma la trama y urdimbre de los mortales.
Amigos en las buenas y en las malas, los espaveles; nativos de aquellas riberas, se nutren de las aguas del río en verano para tener verde follaje que da alivio a sus habitantes en las calurosas tardes de los largos estíos. En invierno, cuando el "amigo se enoja", aferrados a sus raíces resisten las iras del coloso. Testigos silenciosos de los quehaceres humanos y de las aguas que saludan al pasar sabiendo que no volverán. Con su estoica presencia desde tiempos inmemoriales, dieron nombre al río, a la playa y ante todo al pueblo que en conjunto es un "gajito de cielo".
Desde cuando el lugar se llama así, no se sabe. La partida de bautismo del pueblo se perdió cuando a los primeros aldeanos la parca los introdujo en la impenetrable noche oscura del olvido. Desde entonces, la vida transcurre humilde y sencilla: de junio a octubre torrenciales aguaceros que descienden de la selvática sierra junto a amenazadoras tormentas eléctricas; de noviembre a mayo la estación seca convierte los rocosos peñascos en eriales de ramas color café que parece no tener vida, la que retoman con renovado vigor con las primeras lluvias.